martes, 19 de mayo de 2009

 

“ROMA : EL OBJETO DISECADO”

 

En esta película, que paradójicamente lleva por título el nombre de la madre protagonista, esa figura sin embargo parece formar parte del decorado de ciertas escenas, cuando no un personaje secundario, una mera excusa, un mezquino homenaje. La figura de la madre se presenta aquí apenas como un territorio propicio para el desarrollo de unas supuestas libertades, de una conciencia aun en formación; en definitiva, como la licencia para la toma de alguna que otra mediocre decisión –siempre egoístas, casi masturbatorias- de un hijo que busca su destino después de la muerte de su padre.

 

El relato se desarrolla mediante una especie de flashback intermitente. Joaquín (Joaco de niño y adolescente) aprovechándose de una suerte de contrato vitalicio, de confianza ciega ad eternum, consigue obtener dinero de una editorial con la excusa de escribir su autobiografía –a la cual se resiste llamarla como tal; a la que le asigna el nombre de su madre- tarea que le servirá de puente para volver una y otra vez sobre sus recuerdos; pero también dinero que le servirá para pasar sus últimos, atención: ¡tres años! sin trabajar, en un hotel de lujo, como una estrella de Hollywood.

 

Toda la película incluso podría resumirse en unas pocas líneas que -cuando no- deja caer de su boca, al rememorar, el soberbio y verborrágico personaje del hijo, ya viejo, solo, impotente y enfermo de la peor melancolía: “(…) mi padre había vivido para mí, mi madre vivía para mí, yo vivía para mí. Era un bohemio como quería mi viejo, pero al mismo tiempo era un hijo de mil putas: borracho, egoísta, inconsciente, irresponsable. De lo peor”

 

La historia reciente de un hombre mediocre que apenas si sobrevive recluido orgullosamente a su propia falta de deseo, a su cobardía sin remedio, lanzando conceptos elaborados y complejos sólo para obstruir la razón por la cual el mismo no se atrevió nunca a afrontar aquellos momentos decisivos que hoy lo angustian. Que vilipendia, desde su ególatra sofá, una de las cumbres más altas de la literatura por ejemplo, tildándola de aburrida, lo cual podría no ser del todo falso, pero que no alcanza para hacer de “En busca del tiempo perdido” de Proust algo peor; ni mucho menos para enaltecer su propia y mezquina obra.

 

Prefiero a los suicidas; al final, y siempre, son más genuinos:

-Si te querés matar matáte y listo. Si lo tenés todo tan claro, mejor todavía ¿no? Si ya nada tiene sentido ¿porque esperar tres años ¿Si te fuiste cuando más te necesitaban y ahora te come la conciencia: a llorar al baño. Sentáte al borde del rio de la vida y llorá; sí, llorá, leéte un Girondo por ejemplo, no sé -y eso quizás hasta te resulte divertido en comparación con el tedio proustiano- mientras lo vez discurrir inexorablemente, al rio y a la vida, ya lejos de vos. Renegás de las multinacionales -simplemente una nueva modalidad del imperio, de la corona, del ímpetu colonizador, a la vez que un modelito a escala terrestre del poderío de la maquinaria cósmica del capitalismo- pero sin embargo te venís a vivir España, y compras el paquete del sueño americano para terminar tus días a lo Marilyn. No hinchés más las pelotas con la perorata barata del marco teórico al fracaso.

 

Roma no logra, siquiera, contagiar tristeza, o melancolía, características esenciales a toda gran obra y todo gran artista. Y si que se lo propone: largos planos de agua discurriendo; mansos y en ocasiones desiertos interiores con fondos de piano clásico; derivas de trenes; Brahams. Pero es unidireccional y circular en términos viciosos. Se pasea, sin intención de penetrar ni criticar, sin siquiera tomar posición respecto de él,  alrededor del acto de amor mas estereotipado y redundante; natural, biológica, fisiológicamente; que es no sólo el de dar, el de traer vida sino también el de perderla a cambio. No hay devolución ni superación en ese acto, no hay relevo, no hay aprendizaje. Un sacrificio vacuo, insustancial e inconsistente. La otra cara de una generación diezmada. Esta vez, el reverso deplorable de los que, por no tomar partido, ni oponerse a la generación precedente, tampoco consiguen afirmar la deriva de su propia vida. La expresión del artista aquí es antes un modo de sobre-vivir, que una declaración definitiva, (por más que su personaje se empecine falsamente en aparentarlo, como quien dilapida un tesoro ajeno), a la vez que una antesala cobarde de la muerte; es, podríamos decir, puramente transicional y anecdótica. Por esto representa el primer estadio.

 

Este es el acto central del film: la búsqueda desesperada de la redención en el hallazgo de un puñado de recuerdos que pueda sosegar el vacio, la tristeza, la ausencia de deseo o lo que es peor, la certeza de que el único objeto capaz de satisfacer ese deseo ya no está. 

 

Egolatría, regodeo, exhibición, masoquismo. Argentinidad al palo. El acto de amor no construye, no evoluciona, queda tan fijado en el objeto y sin posibilidad de devolución que aplasta, paraliza, y mata. Termina siendo, incluso, el objeto sin deseo, un objeto disecado que ya no vale siquiera como objeto, un piano ya sin música por ejemplo, llenándose de polvo. Simplemente su pesadez medular.

 

Y de esta manera, volvemos a la paradoja del inicio, porque tanto la idea, como la búsqueda (aunque ambas truncas) de cierta sabiduría cruza toda la película; en el tema de la madre principalmente y junto con él, el de la enseñanza y el aprendizaje; pero también en la imagen que abre y cierra el relato, metáfora del rio de la vida; la remisión a una sabiduría Heráclitea, en la cual se inscribiría aquello que Samuel Beckett,  como contrapartida, a años luz de este film y por eso más cerca en los tiempos y las velocidades, en la intensidades de la obra descomunal de Proust, apuntaba ya para ésta: la sabiduría no consiste en la satisfacción del deseo, sino en su eliminación(1)

 

Pues no solo la esperanza de dulces ilusiones, sino el deseo se ha extinguido en nosotros(2)

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